"Cada vez que escucha por la radio o ve en la televisión alguna noticia relacionada con los pro.abortistas, lo apaga y con la cabeza agachada sólo puede titubear...."
Ana era una mujer pobre que malvivía allá por el inicio de los años 30. Vendía leche por las casas de un barrio pobre en una Sevilla convulsa. Joven, guapa, alta y con un cuerpo, aunque maltratado por la miseria, perfectamente esculpido. Uno de esos días de frío invernal, un gran coche negro se paró, tras la ventanilla trasera del auto, se vislumbraba a duras penas entre el vaho del cristal un hombre atractivo, bien vestido y una sonrisa brillante. Un minuto, más o menos, estuvo allí con la mirada fijada en ella. Aquel minuto pareció eterno. Ana alertada por una de sus clientas, enrojeció el rostro, se quedó inmóvil.
Tras el paso del tiempo, ese hombre, de apellido Hidalgo, seguía buscando a la apurada Ana. Tras varias conversaciones, vigiladas por las mismas clientas, entre ambos, el Sr. Hidalgo ( señorito ) se atrevió a ir a la casa desordenada de Ana. Allí vivían los padres de ella y seis hermanos, una habitación para los padres y los dos más pequeños y otra para el resto. El joven pidió la mano de la chica al padre entre vasos de vino al calor de la mesa camilla y el padre, ante la posición del joven y la miseria que les había tocado vivir, aceptó y vió bien aquel matrimonio.
El joven vivía en un cortijo del Aljarafe. Su buena familia acomodada disfrutaba de una envidiable posición económica y social. Al casarse se fueron a vivir al cortijo rodeado de olivos que esperaría a Octubre para que los jornaleros recogieran la aceituna. De ésta relación nacieron dos hijos, Manolo y Anita. A los pocos años, tras muchas vejaciones, palizas, aguantar borracheras del señorito tras sus juergas nocturnas por la C/ Sierpes, Ana harta de aguantar y maltrecha de heridas, más en el alma que en el cuerpo, decidió una noche, que el señorito estaría visitando algún burdel, llamar a un taxi. Sí llamar, era de los pocos que podían costearse uno de aquellos teléfonos de la época. Llegó el taxi al cortijo y, sigilosamente, cogió cuatro trapos, a sus dos hijos pequeños y se marchó del lugar. Era una noche lluviosa, el agua resbalaba por las ventanillas del taxi, negro, cómo la vida de Ana. Las mejillas se encontraban más empapadas aún que los cristales del auto de lágrimas de rabia. No podía volver a su casa, por lo que decidió alojarse en casa de una gran amiga que había hecho cuando le vendía leche. Allí la acogieron, empapada, pero con sus dos hijos "palante".
En una casa pequeña, se acomodaron cómo pudieron los tres, escondidos, asustados por la reacción del padre de las criaturas. Así estuvo durante algún tiempo.
Ana no pudo divorciarse aunque en tiempos de la República aquello se vendía muy bien mas ella prefirió estar en el anonimato, no era fácil. Los tentáculos del señorito llegaban casi a todos los lugares, excepto al lugar dónde se encontraba la joven, y guapa muchacha.
Aún en años de la República, Ana malvivía vendiendo lo que fuera para sacar adelante a los niños y colaborar en aquella casa ruinosa. Un año antes de estallar la guerra civil conoció a José, un chico guapo, alto, elegante pero pobre, panadero y carnicero, matarife, sonriente, lleno de alegría. Entablaron conversaciones tras la reja de la ventanuca de aquella casa amiga y, sin pensar en el "qué dirán" se lanzó a la aventura de su amor verdadero, sin envoltorios hermosos que escondan un erizo. José era todo trabajo, honestidad y buena gente. De aquella relación nacería tres hijos más. Para entonces ya vivían en pecado pero felices en el barrio sevillano de Nervión, más concretamente en la antigua Pirotécnica. Otra casita pequeña en la cual, Ana se encargaba, desde muy temprano, de sus cinco hijos pequeños ( uno de ellos con una malformación en la vista provocada por el susto que se llevó Ana cuando se encontraba embarazada de él al caerle una bomba a dos metros suya durante la guerra ), salía a trabajar dejando a Anita, la mayor de los hermanos, pendiente del resto.
Cuando el mayor de los tres hijos, fruto del amor de José y Ana, rondaba los quince años, José se marchó al cielo. Joven se fué, pero cargado de amor, ternura y alegría hasta sus últimos momentos. Para entonces, todos los hijos, mayores y menores, echaban una mano en la familia. Todos a una. Ana se quedaba sola entre la pena y la nostalgia. Miraba a los hijos, Anita aún no entraba en la mayoría de edad, y le recorría una energía enorme dentro de sí para seguir adelante en los años del extraperlo y la miseria, aunque en su casa nunca faltó un bollo de pan que llevarse a la boca.
Ana murió en su casa rodeada de sus hijos a los pocos años, igual de pobre, pero inmensamente feliz por tenerlos a todos en su último halo de vida. A Ana no le importó lo que dijera las gentes, abandonó a su marido, conoció a su amor y vivió con él, luchando cada día, cada hora, contra la vida, económicamente, miserable por la que le tocó transitar.
Anita, ya moceaba con un joven y, al poco tiempo se casaron. Seguían viviendo en la pobreza, en la necesidad. Enriquito y Anita tuvieron tres hijos, al igual que su madre. Corría mitad de los cincuenta, cuando Anita tuvo que partir a Brasil a buscarse las habichuelas. Anita sabiendo de la posición de su padre, el señorito Hidalgo que ya se encontraba un poco mayor, hizo por verlo con el objeto de buscarle un lugar a su hija mayor, Encarnita, nieta del señorito, para que la acogiera en ésos malos momentos.
El padre de Anita la escuchó y le proporcionó un lugar en casa de unos amigos acaudalados, en otro cortijo igual al suyo, o mejor, ya que Hidalgo se encontraba medio arruinado por las deudas de juego contraídas.
Un Cryslher negro se acercó a casa de Anita días antes de marchar a Brasil y recogió a Encarnita, una niña de catorce añitos que empezaba a manchar la ropa interior y se empezaba a esculpir cuerpo de mujer. El gran coche se marchó.
Tras cuatro años, y con algún dinerillo ahorrado, volvieron a su Sevilla y se acomodaron de nuevo en Nervión. El poco dinero les dió para pasar menos miserias, pero la búsqueda del pan diario era una necesidad. En el estribo de los tranvías se subía corriendo Enriquito para ir y venir por la capital buscando unas pesetillas.
Un día, Encarnita, la hija de Anita y nieta de Ana, entró por la puerta de la casita y Anita sintió una sensación al verla de una felicidad infinita. Era su pequeña hija convertida en una mujer. Guapísima, morena con el pelo sedoso y cuidado, bien alimentada y de escultural belleza. Tras unas horas de ternura, amor maternal y filial, miradas que hablaban por sí, lágrimas que recorrían las mejillas de ambas y caricias infinitas, Encarnita se tuvo que marchar de nuevo. Anita se quedaba contenta, muy dicha por cómo se encontraba la hija.
Al mes recibió una llamada que le heló el alma. Encarnita se encontraba embarazada de un señorito caprichoso y decidieron por ella que abortara para quitarse el marrón del medio. Un señorito no podía tener un hijo con una pobre "recogía". En el antro dónde la llevaron a consumar aquel aborto, Encarnita dejó de vivir con 18 añitos. Desangrada y dolorosa. Justo al contrario que su abuela, tan feminista cómo para emprender una nueva vida al margen de su matrimonio pero tan humana cómo para sentirse rodeada siempre de sus hijos. Si Ana, la abuela, murió llena de felicidad y acompañada, Encarnita lo hizo sola, en un cuartucho arapiento y desangrada e infeliz.
Desde aquel día Anita ya no es Anita, es un fantasma andante. Ahora, tras los años y los cambios vividos, cuando las canas no teñidas las peina de malas ganas cada día, cuando sus otros dos hijos viven aparte de ella y viuda desde hace años, ahora está sola. Pone la radio o la tele para medio entretenerse, vive con la paga de viudedad y alguna ayuda de sus hijos.
La cara llena de arrugas marcadas cómo por un cincel. A Anita hay muy pocas cosas ya que le paralicen, exepto una. Cada vez que escucha por la radio o ve en la televisión alguna noticia relacionada con los pro.abortistas, lo apaga y con la cabeza agachada sólo puede titubear - canallas, asesinos, canallas - . Entonces se desploma, se acuesta en su alcoba y sigue maldiciendo a tantos cuanto enarbolan la bandera del progresismo y los derechos de la mujer cuando aborta.
Ella piensa en los derechos de su hija, cuando pereció en aquella mesa roída. A su hija no le iba a pasar nada, era seguro, unos momentos y zas, todo arreglado. Anita piensa que si su madre o ella misma hubiese tomado esa decisión, toda ésta historia, simplemente, no existiría. Anita fue siempre feminista, por el ejemplo de su madre, defiende a las mujeres, llena de dicha por los derechos obtenidos, sin embargo, Anita estuvo en la concentración pro.vida de Sevilla el pasado fin de semana. Y yo, con ella.